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Algún día todos seremos palabras, historias, que las personas que nos sobrevivan seguirán contando para no olvidarnos

La historia que les voy a contar es una historia que está inspirada en una idea que nuestro abuelo paterno Bernardo, que había llegado desde Polonia a Argentina, nos transmitió en el último tiempo de su vida. A él esta idea se le había transmitido su abuelo. Una de las últimas veces que vi a mi abuelo, que vivió muchísimos años, murió con 94 años, pues ya andaba por los 90 y… Cuando terminamos de comer mi abuela me dijo: “¿Sabes que ahora el abuelo reza?”. “¿El abuelo reza?, dije yo. “Sí, es creyente”. “¿Y en qué cree?”. “En su familia”.

“Cuando contamos, no contamos nunca solas, no contamos nunca solos. Nuestra voz se multiplica” 

Victoria Siedlecki

Como ya saben que soy bastante llorona y mucho más desde que soy una mamá muy feliz y muy llorona.

Yo creé esta historia pequeña que les voy a contar para evitar contarles nuestra propia historia de distancias y de anhelos. Y la quiero contar para despedirme, porque esta idea tiene mucho que ver con lo que hacemos cuando contamos cuentos.

Aquella noche Matilde apenas había podido dormir. Y es que esa mañana volaría por primera vez en su vida. A sus ochenta años recién cumplidos, subiría por fin a un avión para atravesar el océano y llegar desde Lima a Madrid y poder por fin conocer a su única nieta. De este lado del mundo, Vanesa esperaba abrazar a su abuela materna. Vanesa tenía 13 años.

Aquellos no eran tiempos de grandes tecnologías, así que abuela y nieta solo se habían visto en fotos y se habían escuchado las voces por teléfono fijo y rapidito, porque era bastante caro. Le habían esperado durante mucho tiempo y por fin la abuela Matilde llegaba a Madrid. La madre de Vanesa había llegado desde Perú dos años antes de que Vanessa naciera, y aunque su madre y su padre eran dos morenazos, porque la madre era limeña y el padre era de Córdoba, Andalucía, la niña había salido rubia, pelo liso, blanca, casi transparente, los ojos claros.

Los amigos de clase se reían con ella: “Vanesa, ¿y a ti dónde te encontraron?”.

Cuando la abuela Matilde llegó, la casa se llenó de colores, se llenó de aromas nuevos, de sabores exóticos y sobre todo de canciones muy pero muy antiguas. Porque la abuela Matilde cantaba a todas horas, cantaba mientras cocinaba, mientras paseaban, cantaba incluso mientras dormía.

Mirando a su abuela, Vanesa se sentía como en casa. Y es que abuela y nieta eran como dos gotas de agua. El mismo carácter positivo, apacible. Y físicamente, la abuela Matilde era una mujer menuda de cuerpo, bajita, el pelo liso, largo hasta la cintura, blanco, siempre entrelazado. La abuela tenía unas manos arrugaditas, preciosas, como si en lugar de haber sido jornalera, costurera y todo lo que la vida le fue poniendo por delante, hubiera sido una de esas pianistas famosas que tienen aseguradas las manos. La abuela tenía unos ojos como llenos por dentro de agua cristalina y le brillaban esos ojos. Una tarde, ya habían pasado unas cuantas semanas desde la llegada. Mientras merendaban, Vanesa se atrevió a preguntarle a la abuela Matilde por qué había tardado tanto en venir. Le habían invitado muchísimas veces, le habían mandado el pasaje hasta en dos ocasiones. ¿Por qué había tardado tanto? La abuela perdió por un momento ese brillo que caracterizaba su cristalina mirada y clavó los ojos en los zapatos.

Respiró profundamente, tomó coraje, miró a su nieta y respondió:

“Mira, Vanesa, yo he viajado muchas veces. Os he acompañado, os he abrazado, pero con el pensamiento, es que a mí eso de volar me daba un miedo. Pero por fin he comprendido que estoy viejita. Y he comprendido que si no era capaz de subir a esa máquina, entonces no iba a poder nunca mirarte a los ojos como ahora te miro”.

Cuando unos días después acompañaron a la abuela al aeropuerto y al despedirla, Vanesa no pudo evitar ponerse a llorar. La abuela Matilde la abrazó, se le acercó al oído y suave, casi cantando, le dijo:

“No se preocupe, mijita, pase lo que pase, usted y yo volvemos a encontrarnos en la cuarta edad”, y el abrazo se hizo más intenso.

Y Matilde subió al avión. Entonces, mientras volvían a casa y mitad tristes por la partida, mitad felices por aquel maravilloso tiempo compartido, Vanesa les preguntó a su padre y a su madre qué era eso de la cuarta edad. Ellos se miraron cómplices y la madre confirmó el dato.

“¿Te lo he dicho la abuela, verdad, hija?”. Vanesa asintió.

“Mira, Vanessa, la abuela Matilde dice que si tenemos suerte y llegamos a la tercera edad. Y más tarde o más temprano, después de aquello, sobreviene inevitable la muerte. Ese no es el final. Hay después una cuarta edad y la abuela cree, confía que la cuarta edad es el tiempo que vivimos en la memoria de quienes nos han querido. La vida que sigue vibrando en quienes nos recuerdan. Mientras haya alguien que le cuente a otra persona cómo éramos, cómo nos sentíamos, qué sueños tuvimos en la vida, qué sueños abandonamos y que sueños logramos conquistar. Mientras haya alguien que le cuente a otra persona las historias que nosotros contamos. Mientras haya alguien que nos nombre amorosamente más allá del tiempo, seguiremos viviendo”.

Gracias. Cuando contamos, no contamos nunca solas, no contamos nunca solos. Nuestra voz se multiplica. Contamos con nuestro linaje y con nuestros ancestros infinitos, que son el resto de seres humanos que habitan o han habitado este planeta. Algún día todas y todos seremos palabras, historias, que las personas que nos sobrevivan seguirán contando para no olvidarnos. O quizás para darle más sentido a sus propias vidas.

Fuente: Aprendemos Juntos - Victoria Siedlecki

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